Entrada 1 - Willy

Son las siete y media de la tarde y el calor es insoportable. Llevo un buen rato tratando de preparar la entrevista que tengo que hacer esta noche al cantante de rock Ramón Salsamendi. El vértigo que proporciona echar un vistazo al papel en blanco bloquea mi mente y no me permite escribir con fluidez. Intento recordar alguna anécdota comprometida de su vida que me proporcione el jugo que demandan mis lectores, pero es un tipo que toca de pena y jamás me ha interesado su música ni su vida, ni siquiera durante mi juventud cuando todavía era considerado un ídolo. Trato de concentrarme, pero me resulta más divertido mirar a la tele apagada que hacer cualquier esfuerzo en preparar una entrevista a ese cretino. En ese preciso momento siento la llamada. Mi boca reseca es una señal inequívoca de que llevo más tiempo de la cuenta sin tomar un lingotazo.




Cojo la chaqueta y salgo a toda prisa del portal de camino al "Clover", un garito irlandés de mala muerte en el que la música era buena y las consumiciones baratas. Durante el camino trato de encontrar la inspiración necesaria para sacar adelante el trabajo de la noche, y me fijo en la publicidad de una marquesina que anuncia el próximo festival de rock de la ciudad. Imagino lo que sería dejar de entrevistas a perdedores y dar un salto de calidad en mi carrera.


Llego a la puerta del bar y me introduzco a toda prisa como si fuera el puto Speedy González, de la misma manera que se hace cuando vuelves a casa cagándote y cuando estás a punto de llegar la necesidad aprieta más que nunca y no sabes si vas a ser capaz de llegar a tiempo. Dentro me encuentro con José, el típico pesado con el que detestas encontrarte cuando tu mayor prioridad es ir a tomar un trago en soledad.


- ¡Qué pasa tío! ¿Otra vez por aquí?
- Eso parece.


José nunca me gustó, pero su hermana sí. Fuimos compañeros de clase en el instituto y en una ocasión me hizo una paja en los baños. Me meso el bigote mientras recuerdo aquella imagen con la mirada perdida y en el momento en el que mi mano se acerca a mi nariz, un repugnante hedor a pescadería hace que esté a punto de perder el equilibrio. Probablemente me la haya estado estrujando antes de venir a emborracharme, tratando de encontrar la inspiración para mi entrevista. Quizás pensando en la hermana de José. Mientras tanto, él continúa tratando de entablar una conversación que nunca llegará.
- ¿Qué, tomando una copa?
- Sí – le contesto secamente mientras pienso en lo mucho que me gustaría en ese momento sacar una pistola del bolsillo de mi chaqueta y apretar el gatillo cuando justamente tenga el cañón apretado contra esa bocaza que perturba mi calma.
Mientras José continúa con sus insistentes pero intrascendentes preguntas, rebusco de manera nerviosa en los bolsillos con el fin de tener el golpe de suerte de mi vida y encontrar aquella pistola que momentos antes había estado imaginando. Pero la búsqueda no ha sido en vano, y en uno de los bolsillos encuentro un porro de marihuana que probablemente no tuve valor de encender la noche anterior a causa de mi estado de embriaguez. Dejando a José con la palabra en la boca, bajo las escaleras hasta el baño. Una vez dentro, abro la primera puerta de los retretes, pero un gran mojón asoma por encima de la taza de un modo monstruoso y el suelo está completamente encharcado. Pruebo en otra de las puertas y me introduzco, echando el pestillo por dentro. Abro el ventanuco que hay encima de mi cabeza con la esperanza de no armar mucho jaleo a causa del humo y el olor y me dispongo a emprenderme en el viaje espiritual que conlleva encender aquel delicioso canuto. Todavía me queda alguna cerilla de la noche anterior que enciendo con dificultad. Le doy las dos primeras caladas y un aroma entre dulce y picante baja por mi garganta mientras espero aletargado a que la droga haga efecto. No soy un consumidor habitual, pero reconozco que como vicioso profesional, me siento en la obligación de probarlo de vez en cuando como pasatiempo. Continúo fumando y un agradable escalofrío me recorre la espalda mientras mis manos comienzan a perder la sensibilidad. Todo comienza a parecerme más divertido y más irreal, mientras que mi cerebro comienza a derretirse como si fuera un pedazo de mantequilla dentro de un microondas.
Termino de fumar y me quedo sentado sobre la taza unos segundos, recordando pensamientos lejanos que alguna vez, en algún momento de mi vida, llegaron a preocuparme. Pero ya no son más que sombras. Salgo del baño a trompicones y subo las escaleras. José sigue allí, abusando del mix de frutos secos que reposa en un cuenco sobre la barra, pero ya no me produce esa sensación de ansiedad. Por el contrario, José ahora me parece una persona muy graciosa. Una miserable persona graciosa.

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